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La despoblación se ha vuelto a colar en el debate público español, como viene haciendo periódicamente desde los años 80. La UE, entonces CEE, tuvo claro desde el principio que este era un problema de toda la Unión y por ello dedicó recursos a luchar contra él, siendo este uno de los principales objetivos de las por entonces novedosas iniciativas LEADER. Los recursos de aquellas iniciativas y de las que vinieron después tenían como destino colaborar con emprendedores locales o foráneos que propusieran proyectos empresariales con visos de ser rentables y, por tanto, de generar riqueza y empleo en el entorno.

Más recientemente, la política de desarrollo rural se vinculó con la PAC, o más bien al contrario, buscando mejorar la coartada social de esta discutida política (discutida sobre todo en los entornos urbanos). A pesar de estos esfuerzos, lo cierto es que la tendencia al abandono de los pequeños pueblos no deja de avanzar. Así, el porcentaje de pueblos con 100 habitantes o menos ha pasado del 11,5 % de 2002 al 16,2 % de 2017.

Fuente: INE

¿Desruralización o urbanización?

Parece evidente que el proceso de desruralización (llegado a un punto, el problema no es tanto la urbanización como la pérdida de población en las zonas rurales) está abocado a llegar hasta las últimas consecuencias en muchos de nuestros enclaves rurales: cuentan con escasa población, muy envejecida y sin apenas servicios que sirvan de atractivo para nuevos pobladores. Se produce normalmente un poderoso círculo vicioso entre la pérdida de habitantes y la pérdida de servicios, siendo el cierre de los colegios y ambulatorios dos de los momentos casi sin retorno de dichas poblaciones.

Por otro lado, la principal función tradicional de las zonas rurales, como es la provisión de alimentos, cada vez está más capitalizada y necesita menos mano de obra, por lo que el desarrollo de nuevas explotaciones no siempre significa el aumento del empleo en la zona, ya que la clara tendencia en España es a explotaciones de mayor dimensión y más mecanizadas .

Aún así, hay funciones sociales que el entorno rural puede y debe cubrir. El mantenimiento de determinados ecosistemas, construidos a base de una continuada simbiosis entre la naturaleza y sus habitantes humanos, seguirá siendo necesario. También la producción de alimentos de calidad. Por otro lado, la vida en las grandes ciudades genera numerosos efectos perniciosos sobre la salud humana: contaminación, estrés, depresión, etc.

Rompiendo el círculo vicioso

¿Hay pues alguna manera pues de romper el círculo vicioso de la desruralización? Creemos que sí. De hecho hay al menos dos modelos complementarios:

– Entornos rurales bien comunicados con las zonas urbanas y con conexiones que permitan el desarrollo de una actividad profesional conectada. Una parte de los actuales habitantes de las ciudades pueden ya llevar el trabajo consigo, pudiendo desarrollar su actividad en un entorno menos agresivo que el de la ciudad. El problema es que este tipo de profesionales no es lo suficientemente numeroso como para producir un efecto profundo. Al menos de momento.

– Entornos rurales con desarrollos endógenos, normalmente basados en el sector primario, pero no exclusivamente. Entornos diferenciados que permitan la diferenciación de producciones locales dotándolas de un mayor valor; y que permitan el paulatino desarrollo de actividades conexas, escalando por la escala del valor.

Ninguno de los dos modelos es sencillo de implementar y normalmente requieren de una base mínima de servicios (educativos, sanitarios, tecnológicos o financieros) y hasta de población para su desarrollo (presencia de jóvenes, disponibilidad de capitales para las inversiones iniciales, etc.). En cualquier caso, se nos antoja que, de la misma forma que la tecnología impulsó el éxodo a las ciudades, hoy puede ser el elemento que permita el resurgir de las áreas rurales de toda Europa.

David Uclés Aguilera

Área de comunicación en Grupo Cajamar