La tecnología CRISPR está llamada a revolucionar la agricultura tal y como la conocemos. Dicha herramienta nos permite editar el genoma de cualquier célula, partiendo de la observación del mecanismos de inmunización de algunas bacterias (su origen lo explican muy bien aquí). Esta edición es similar a la de nuestro procesador de datos favorito. Se puede cortar un trozo de la cadena de ADN y sustituir por otro. Las aplicaciones en medicina son evidentes. Los males generados por errores en el ADN pueden ser combatidos eliminando dichos errores, al menos en teoría.
Pero fuera del cuerpo humano las aplicaciones son también muy significativas, sobre todo en el ámbito agroganadero. Desde la domesticación de las primeras plantas y animales, el proceso de agrarización ha ido buscando mejores variedades de esas mismas plantas y animales. Las hemos ido adaptando a diferentes climas y circunstancias, las hemos hecho resistentes a enfermedades, o simplemente más productivas. Las plantas originales (y los animales) se parecen muy poco a las actuales. Y este proceso que nos ha llevado miles de años no es otra cosa que una lenta pero evidente selección artificial, en la que hemos ido eligiendo las mutaciones genéticas que más nos beneficiaban.
La especialización paulatina de las actividades productivas ha llevado a que hoy el proceso de selección de nuevas semillas o animales sea llevado a cabo por empresas que han sistematizado el proceso y abreviado los tiempos de obtención, de forma que se ha acortado la inversión en tiempo pero ha aumentado la realizada en capital. El descifrado del genoma permitió una segunda aceleración de los procesos, puesto que los obtentores podían fijarse en la genética de las plantas (o animales) nuevos y descartar del proceso de selección en fases tempranas aquellas que no expresaban las características buscadas.
Pero CRISPR puede provocar una nueva revolución en este sentido. Si sumamos el conocimiento del genoma con la posibilidad de editarlo, podremos directamente obtener la cadena de ADN buscada, sin necesidad de hacer cruces o de incrustar genes de otra especie en el proceso. Los tiempos de obtención se vuelven a acortar dramáticamente y las posibilidades se disparan de forma exponencial: plantas resistentes a enfermedades o a situaciones climáticas extremas; plantas y animales más productivos (mayor producción con menor uso de recursos); plantas enriquecidas con vitaminas o con nutrientes de mayor calidad…
Pronto comenzarán a llegar al mercado las primeras variedades obtenidas con este sistema (de hecho, ya han llegado algunas). No obstante, como cualquier otra tecnología disruptora, surgen algunos problemas con ella. El primero es el del control de la propia tecnología y su disponibilidad o accesibilidad para un número grande de actores. Si el coste de aplicación de esta tecnología es elevado, sin duda, será sencillo que los grandes oligopolistas actuales se hagan con el control de la misma y refuercen sus posiciones en el mercado. De hecho, esta tecnología es el centro de una guerra de patentes entre el MIT y la Universidad de Berkeley que se encuentra en los tribunales. El mercado relacionado solo con los desarrollos farmacológicos se calcula que estará por encima de los 1.500 millones de dólares en 2022.
Al margen de las cuestiones de propiedad industrial, los aspectos legales también son delicados. La primera cuestión aquí es decidir si los cambios realizados con esta tecnología son asimilables a transgénicos (organismos genéticamente modificados, OGM, en los que se incorporan genes provenientes de otras especies), si deben ser “solo” OGM, o incluso no ser considerados de forma diferente a las variedades obtenidas por la selección tradicional. La primera de las opciones es la que plantean organizaciones como Greenpeace, apoyándose en el principio de prudencia. Obviamente, la consideración de una u otra forma tiene repercusiones en los trámites previos a la llegada de las variedades al mercado y también a la forma en la que los consumidores perciban los alimentos derivados directa o indirectamente de dichas variedades.
Finalmente, están las repercusiones éticas, sobre todo en el caso de las aplicaciones del CRISPR sobre humanos. De la misma manera que podemos evitar el desarrollo de enfermedades de origen genético, también podríamos mejorar otras cuestiones tales como el rendimiento físico, nuestro aspecto o algo más allá. Convertirnos en poshumanos está mucho más cerca de lo que preconizan las novelas de ciencia ficción, y eso conlleva unas implicaciones éticas nuevas y de una profundidad sin precedentes.