En los últimos meses se ha puesto muy de moda un libro del historiador israelí Yuval Noah Harari, “Homo deus”, en el que este intenta esbozar algunos escenarios futuros para la humanidad. Al margen de la brillantez y la frescura de su relato, en torno al futuro agrícola hay en sus páginas algunas consideraciones que pueden resultar relevantes para el presente de la agroalimentación mundial.
La primera de ellas es que una vez ganada la guerra al hambre –también a la peste y a la guerra–, o más exactamente, en las últimas batallas contra ella, la agenda de la humanidad deberá buscar nuevos objetivos. Entre ellos destacaría, a juicio de Harari, la prolongación de la vida humana (en última instancia, la inmortalidad y la victoria sobre la muerte). ¿Se imagina el lector vivir 150 años con calidad de vida? ¿Cómo serían nuestras relaciones de pareja o familiares? ¿Tendríamos la misma necesidad de dejar descendencia? En cualquier caso, una vida tan larga, con algunos de los más grandes retos de la humanidad cubiertos, podría convertirnos en una especie completamente hedónica. La huída del aburrimiento y de la rutina se convertirían en un objetivo vital a la orden del día (esto no lo dice Harari, es cosa mía). La alimentación, en un mundo sin hambre y sin (demasiadas) enfermedades, tendría funciones más amplias que la mera nutrición. La salud obviamente seguirá siendo un vector importante, aunque probablemente el del placer ganaría muchísimos enteros. En este escenario, la comida podría convertirse en un acto destacado, como una oportunidad de descubrimiento diario para nuestro siempre inquieto cerebro.
En la lucha contra la muerte, la genética está llamada a ser un arma principal. Hoy nos revolvemos en la silla cuando oímos hablar de productos genéticamente modificados, pero comprendemos a esos padres que eligen seleccionar embriones para evitar que alguno de sus hijos desarrolle una enfermedad mortal. No dudamos en aceptar innovaciones para que nuestros hijos o nietos nazcan con las menores posibilidades de contraer un cáncer o desarrollar alguna enfermedad degenerativa. Estamos a un paso incluso de pensar que no sería mala idea mejorar el rendimiento cognitivo o físico de nuestros vástagos. Y una vez que nosotros mismos seamos animales genéticamente modificados, muchos de nuestros recatos actuales se verán liberados y las posibilidades de jugar a ser dioses con otras creaciones de la humanidad se abrirán casi completamente (la inmensa mayoría de las especies domesticadas por los seres humanos a lo largo de su historia se han separado tanto de sus ancestros silvestres que son más una creación nuestra que de la propia naturaleza). Es muy posible que las primeras modificaciones vayan en la línea de obtener resistencias a enfermedades o plagas (es lo que de hecho está sucediendo), pero no tardaremos en buscar mejoras relacionadas con la sostenibilidad y la productividad agroalimentaria o más allá, con cuestiones relacionadas con el aspecto, el sabor y las cualidades nutricionales.
El desarrollo de la inteligencia artificial (algoritmos artificiales) sería el punto de conexión entre los mundos orgánico e inorgánico. Es obvio que la importancia de los mismos es creciente y que esta se va extendiendo a cada vez más aspectos de la realidad. En términos agrarios, habrá variadas y profundas repercusiones. La primera, que ya estamos viviendo, será la integración de la actividad agraria en la revolución digital: smart agriculture, Internet de las cosas, la nube, las apps, el protagonismo del móvil, la importancia de la genética… En un sistema económico como el actual, el objetivo de todos estos avances no es otro que la búsqueda de la competitividad. Pero es posible que terminemos trascendiendo dichos objetivos, en la medida que nuestros consumidores trasciendan también los límites de su propia humanidad. Por otro lado, la robotización, y el protagonismo creciente de los algoritmos artificiales podría liberar más mano de obra en este sector (y en todos los demás), contribuyendo así a alumbrar unos humanos con más tiempo libre y más necesidades de cubrir su tiempo de ocio con nuevas ofertas, incluidas las alimentarias.
Supongo que al avispado lector no se le escapan las otras posibilidades que se derivan de estas ideas. Algunas no precisamente halagüeñas. Pero no deja de ser interesante bucear en el futuro, y poner sobre la mesa las opciones que este nos ofrece. El sector agrario podría convertirse en uno de los agentes principales de obtención de experiencias nuevas, o podría cambiar radicalmente hacia una impersonal industria de procesamiento de nutrientes, si terminamos adoptando una visión del ser humano como mero procesador (poco eficiente) de información. Incluso, el modelo de sociedad que elijamos tendrá que ver con esto, el mundo poshumanista podría reconfigurar la forma en la que nos organizamos y nos proveemos de los bienes y servicios que necesitamos. Hasta el propio concepto de necesidad está sometido a cambio…
Es obvio que el futuro aún no está escrito, y que caben casi infinitos desenlaces. Y, en la inmensa mayoría de ellos, los seres humanos necesitarán seguir alimentándose, función que también en la inmensa mayoría de los escenarios le seguirá correspondiendo al sector agrario. Hay futuro, pero hay que estar muy atento a él. En un mundo tan cambiante como el actual es posible que ya haya pasado algo que nos influirá decisivamente en las próximas décadas.