La presente campaña será recordada largamente, aunque no precisamente por cuestiones positivas. Como en el enunciado más simple de le ley de Murphy, todo lo que podía salir mal, lo hizo. Normalmente, en el origen de una crisis de precios siempre hay un desajuste entre oferta y demanda. Este caso no ha sido distinto. La cosecha de este año será una de las más elevadas de los últimos años. No es extraño, el ritmo de plantación de árboles en la pasada década fue muy elevado. Además, las condiciones climáticas han venido a complicar las cosas a dos niveles. Por un lado, se han producido adelantos en las producciones, al tiempo que en otros lugares ha generado problemas de relacionados con la falta de calibre de los frutos. Al mismo tiempo, la suavidad del invierno europeo ha desincentivado el consumo en los hogares de nuestros vecinos, acostumbrados a comer cítricos con el frío.
A estos factores se les han sumado los problemas en las comunicaciones por carretera con Europa a causa de las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia, la coincidencia en el mercado de nuestras producciones tempranas con las tardías de Sudáfrica, de mejor aceptación por parte de los agentes comerciales y distribuidores.
En resumen, una especie de tormenta perfecta que, esperemos, haya sido coyuntural y que pueda ser superada en campañas posteriores. Pero, por debajo de estos síntomas, hay una serie de problemas que esta crisis nos han ayudado a identificar de forma muy precisa. El primero escapa a nuestras capacidades de control; se trata del cambio climático. Las irregularidades climáticas de este año probablemente no sean casos aislados en el futuro cercano, tenemos que comenzar a pensar en fórmulas de adaptación a este cambio en el conjunto de la agricultura española. No será solo cuestión de modificación de calendarios, sino también de disponibilidad de agua para riego, de problemas de maduración, nuevas plagas o, en el peor de los casos, cambios en los cultivos.
Otra cuestión estructural es la transformación que se ha producido en los mercados. De un lado, la liberalización de los agrarios a escala mundial sigue avanzando y no es esperable que la competencia en los europeos vaya a la baja. Nuestros competidores, tanto los del hemisferio norte como los del sur, están aumentando sus producciones, y su objetivo no son sus mercados domésticos, al menos a corto plazo, sino los ricos y exigentes del viejo continente. Nada distinto, por otra parte, de lo que hicimos nosotros hasta llegar a ser el sexto productor mundial y primer exportador según los datos de la FAO. De otro lado, el avance de la gran distribución sigue adelante y, lejos de relajarse su poder de mercado, están comenzando a surgir estrategias de colaboración en sus compras de algunos gigantes nacionales europeos.
En el ámbito de la producción también estamos asistiendo a un importante cambio estructural. La dimensión media de las exploraciones agrarias españolas en general, y citrícolas en particular, no deja de crecer. Es un movimiento razonable desde muchos ámbitos. Por un lado, el aprovechamiento de economías de escala se convierte en primordial en mercados de baja diferenciación y gran volumen, como es el de la mayoría de los productos agroalimentarios. Al tiempo, la inversión en capital en dichas explotaciones va en aumento, tanto en lo que se refiere a maquinaria como –de forma muy intensa en los últimos años– en lo que atañe a las variedades en producción. Dicha inversión busca, por un lado, reducir el peso de los costes de mano de obra y, por otro, la mejora de la productividad, recurriendo a productos de una mejor vocación comercial. La consecuencia directa de estos movimientos es la definitiva transformación de los agricultores en empresarios agrarios.
En este panorama general, el sector citrícola español tiene un importante hándicap: la prevalencia del minifundismo. Este problema, además, está muy concentrado en la Comunidad Valenciana, la principal productora nacional. Mientras que en Andalucía, por ejemplo, una explotación media de cítricos en regadío tiene una dimensión de 7,4 ha, en Valencia la cifra es de tan solo 2,3 ha. En realidad, el 40 % de las explotaciones de cítricos de la comunitat no sobrepasa la hectárea de tamaño. Este minifundismo implica importantes costes más o menos ocultos. El primero es un mayor nivel de gasto por unidad de producto obtenido: mano de obra, maquinaria, suministros, etc. Además, no solo es que las explotaciones sean pequeñas, sino que muchas de ellas están compuestas por parcelas separadas entre sí, lo que también complica las labores logísticas o la mejora de los sistemas de riego. La segunda andanada de costes ya son menos evidentes, porque esta estructura desincentiva la inversión a través de las bajas rentabilidades esperadas, las dificultades para encontrar lotes de tierra de la suficiente dimensión, o el desconocimiento de las novedades a causa de la menor profesionalización; ralentizando, de paso, la diversificación y modernización varietal. Adicionalmente, el minifundio dificulta la respuesta ante amenazas de carácter global, como el ya mencionado cambio climático o el aumento de la presión de competidores de otros países.
Fuente: Encuesta de estructuras agrarias, MAPA.
Recientemente se ha sumado al campo español un nuevo fenómeno, desconocido en nuestras latitudes, pero ya habitual en otras. La entrada en el negocio de fondos de inversión, con operaciones que en los últimos meses están saltando a las primeras páginas de los medios de información económica. Por un lado, es el fruto del éxito indudable del sector agroalimentario nacional, resultando finalmente atractivos para los inversores generalistas. Por otro lado, sin embargo, es una vuelta de tuerca más en los procesos de cambio estructural a los que nos hemos referido. La entrada de capital en las empresas seguramente va a beneficiar al sector a corto plazo, pero también lo va a cambiar, exigiendo una mayor profesionalidad y, posiblemente también, una menor componente sentimental y de apego al territorio.
Por tanto, al margen de la situación coyuntural del mercado de los cítricos en esta campaña, hay una serie de factores estructurales que debemos procurar modificar. Dada nuestra posición de líderes globales de este mercado, aún disponemos de margen para llevar a cabo los cambios necesarios. Aún podemos decidir qué fórmulas emprender para procurar un menor coste social, aún podemos buscar soluciones en las que todos ganen. Si dejamos que pase el tiempo, seguro que el mercado motivará que se lleven a cabo los cambios necesarios… Pero entonces, no tendremos capacidad para amortiguar el daño de los perdedores.