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Quiénes me leen desde hace años habrán notado que me repito más que el gazpacho con pepino y que son recurrentes en mis escritos cuestiones tales como la sostenibilidad o la implacable tendencia al aumento de la dimensión media de las explotaciones. La entrega de hoy va de las dos cosas juntas.

La sequía se ha convertido en un elemento determinante para explicar el desenvolvimiento de nuestra economía en los últimos dos años, tanto en términos de producción como en lo que se refiere a la asignación de precios. Así ha sido, por ejemplo, en el mercado del aceite de oliva. La caída de la producción en nuestro país (primer productor mundial) ha provocado no sólo un menor PIB de nuestra agricultura sino también un incremento de precios espectacular. Y los efectos no se han quedado solo en el aceite, sino que se han extendido por muchos subsectores agrarios y no agrarios.

El cambio climático es una cuestión que ya es imposible esquivar o minusvalorar (sorprende que aún haya quien hace bandera política de su inexistencia) y que, obviamente, está teniendo enormes repercusiones sobre la agricultura. Los fenómenos climáticos extremos son cada vez más intensos y frecuentes, lo que aumenta de forma importante la incertidumbre, ya de por sí elevada, de la actividad agropecuaria. Esto se refleja en un mayor riesgo para los productores, riesgo que puede ser compensado en parte a través de los seguros; lo que también implica un mayor coste de producción. Pero, precisamente este aumento de los riesgos vinculados al clima, va a provocar que, indefectiblemente, las primas de los seguros agrarios aumenten, haciendo que estos sean cada vez más inaccesibles a las explotaciones de pequeña dimensión económica.
Por otra parte, el aumento del riesgo va a favorecer el desarrollo de estrategias de diversificación entre los profesionales (distintos cultivos/ganaderías, distintos lugares de producción), estrategias que difícilmente pueden ser habilitadas desde explotaciones pequeñas. Por otro lado, el binomio aumento de la incertidumbre / aumento de los costes va a facilitar que las “producciones sintéticas” reduzcan sus umbrales de entrada en rentabilidad, especialmente en el ámbito de las carnes.

Ojo, no digo con esto que crea que la agricultura pequeña va a desaparecer, pero su viabilidad económica va a estar cada vez más comprometida. Si la concienciación de los consumidores es lo suficientemente amplia como para incorporar cuestiones de sostenibilidad social a su toma de decisiones, entonces el escenario será menos complejo y la figura del pequeño agricultor independiente continuará sostenida por un diferencial de precio pagado conscientemente por dichos consumidores. Pero, si no lo es, la supervivencia pasará por la integración en estructuras de mayor dimensión (cooperativas o similares).

Entonces serían estas cooperativas las que optarían por estrategias de diversificación espacial y productiva como opción para minimizar los riesgos asociados al cambio climático. Si lo pensamos, y si miramos con detenimiento la lista de las entidades asociativas prioritarias nos daremos cuenta de que muchas de ellas ya han iniciado este camino…

David Uclés Aguilera

Área de comunicación en Grupo Cajamar