Quienes me leen ya conocen mi preocupación desde hace varios años por la clara tendencia hacia explotaciones de mayor dimensión, tanto ganaderas como agrícolas. Muchos son los motivos que la favorecen, entre otros:
- La dimensión alcanzada por la distribución que, por un lado, aumenta su poder de negociación sobre una oferta dispersa y pequeña, y por otro lado, favorece el aumento de la dimensión de la producción primaria al favorecer a proveedores que aporten valor más allá de la calidad y del precio (amplitud de surtido, servicio todo el año, trazabilidad y seguridad alimentaria, etc.).
- La despoblación de amplias zonas de producción provoca que aumente la ratio capital/trabajo, en parte por la escasez creciente de mano de obra, y en parte por la búsqueda de economías de escala para la amortización de las inversiones realizadas en capital productivo.
- El envejecimiento de los agricultores y la falta de relevo son también un motor de aumento de la dimensión, por cuanto que muchos de ellos ofrecen sus tierras en arriendo tras la jubilación o bien las sacan al mercado sus herederos, que no quieren o no pueden ya vivir de la tierra.
- Las crecientes restricciones y exigencias de la PAC provocan que los márgenes de las pequeñas explotaciones se vean más afectados que las de las grandes, favoreciendo la supervivencia de las segundas sobre las primeras.
Lo que se dice que se quiere y lo que se compra
Así las cosas resulta pertinente preguntarse sobre la supervivencia de los pequeños agricultores. Y es bastante paradójico que tengamos que hacernos esta pregunta, porque la mayor parte del público dice querer consumir productos de calidad, a ser posible de carácter ecológico, de productores locales y de ganadería extensiva. Un claro reflejo de la visión bucólica que se tiene en los entornos urbanos sobre la vida rural (en otro lugar lo he denominado la imagen de una agricultura de Heidi). Pero la realidad es tozuda y año tras año nos muestra como las pequeñas explotaciones van desapareciendo y las grandes van siendo siguen creciendo; porque una cosa es la imagen mental que tenemos sobre nuestros actos y otra bien distinta es nuestro comportamiento como consumidores.
Una visión fatalista y de extensión de las tendencias actuales nos llevaría a una agricultura dual, con unos pocos grandes productores, muy tecnificados y profesionalizados, insertos en los mercados internacionales de alimentos y de capitales (los fondos de inversión van a favorecer este modelo sin duda). Y unos pocos productores locales, de alto precio de venta que venderán a nichos de consumidores de elevado poder adquisitivo y alto grado de concienciación.
Otra posible solución es la supervivencia de estas explotaciones a través de la integración en grandes cooperativas que actúen de interfase entre los productores y los agentes de la distribución o los propios consumidores. Posiblemente, incluso dentro de este modelo, la superficie mínima eficiente sea mayor que la actual. Curiosamente, una de las ventajas de las cooperativas es que pueden ejercer de punto de encuentro entre los agricultores que abandonan la actividad y los que necesiten crecer para permanecer.
Valor social
Al igual que las grandes explotaciones, las pequeñas cooperativizadas (o unidas mediante cualquier otra figura de derecho mercantil) también tendrán que estar altamente profesionalizadas y deberán realizar inversiones en mecanización y digitalización, para lograr producciones eficientes y lo más sostenibles posible. Frente a las grandes empresas productoras, las cooperativas podrán ofrecer no solo una eficiencia económica y medioambiental. También podrán hablar de un mejor rendimiento en lo relativo a lo social, distribuyendo las ganancias entre más agentes y proveyendo empleo y una posible forma de vida a los habitantes de las zonas rurales (está por ver si el mercado valorará o no esta cuestión). En este modelo también hay sitio para los pequeños especialistas de nicho, por supuesto.
El futuro no está escrito y es posible que lo que suceda al final no se parezca en nada a ninguno de los dos modelos previstos en este artículo. Personalmente, me gustaría algo más parecido al segundo, pero para que ese futuro sea posible hace falta que los consumidores cambien su forma de valorar los alimentos, que muchas personas dedicadas a la agricultura y la ganadería comiencen a actuar como lo que son –empresarios argrarios– y que las administraciones diseñen políticas que incentiven la permanencia de los jóvenes en el campo, la integración en cooperativas o similares y la modernización de las estructuras de producción, distribución y comunicación. Y cuanto antes, mejor.